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Espacio de relajación y reflexión, el diván tiene sus orígenes en la antigüedad al discurrir a largo de las paredes de las viviendas romanas más acomodadas y constituir en la arquitectura palaciega islámica una estancia privada común para el reposo y el deleite.

"El diván de Nur" viene a ser un lugar virtual para la catarsis que provocan enclaves, historias, vidas, ciudades, sitios y paisajes del mediterráneo.


Una mirada introspectiva, retrospectiva y exploratoria por al-Andalus, el Magreb y la diversidad cultural del Mare Nostrum de una historiadora en permanente búsqueda

jueves, 24 de septiembre de 2020

La civilización otomana

Viene bien preguntarnos por qué el mundo otomano y Turquía quedan tan ajenos a los estudios sociales y humanísticos españoles. Podemos plantearnos varias cuestiones que van desde la fobia en tiempos de los Austrias como enemigos de guerra, el desinterés diplomático y económico que durante siglos España tuvo en el Mediterráneo Oriental, la construcción de un imaginario en muchas ocasiones estereotipado, la dificultad lingüística de acceso a las fuentes primarias o su tratamiento en las últimas décadas desde el punto de vista geoestratégico y político de conjunto.

Un período y cultura tan potente, complejo, diverso, e influyente merecía un estudio como el que reseñamos: “La civilización otomana” 1300-1800, del historiador Miguel Ángel Extremera. Sílex.2020
Si bien no abundan monografías globales en español a excepción de las de los reputados especialistas, Miguel Angel de Bunes y Francisco Veiga, la tendencia historiográfica general ha sido la política, echándose en falta la necesidad de un trabajo que aunara aspectos tan relevantes de una civilización como la sociedad, la vida cotidiana, instituciones, creación artística, mentalidades y hábitos. 

A este crisol  de pueblos, lenguas y culturas que constituyó el imperio otomano desde el siglo XIV hasta el siglo XIX, nos acerca el profesor Extremera en una obra completa e imprescindible de conjunto. Una obra global con precisión y rigurosidad dirigida al gran público destinado a descubrir el mundo otomano. No desde la ficción literaria sino desde una llave que nos abre las puertas del conocimiento histórico como instrumento de lectura, estudio y de consulta.


 

Los principales soberanos y el esplendor cultural

Aunque el libro que pretendemos reseñar se abre con un capítulo sobre evolución política, seguido de instituciones, sociedad y economía, nos centraremos en los que Extremera dedica a aspectos sociales y culturales. Mehmed II (1444-6, 1451-1481) apodado el conquistador (fatih) por la toma de Constantinopla en 1453, provoca la explosión demográfica de la ciudad con un ambicioso programa de obras públicas como la restauración de Santa Sofía o la construcción del  Palacio Topkapi. Poseedor de una gran biblioteca tanto de fondos islámicos como clásicos y  cristianos invitó a su corte a intelectuales y artistas extranjeros. 
Su hijo Bayezid II (1481-1512) más religioso y contemplativo, reforzó el poder naval turco y acogió a los sefardíes en Estambul. Tras la agresiva política exterior expansiva de su sucesor Selim I (1512-1520) que amplió su área de influencia hasta el Cáucaso, el norte de Irak y el control de las ciudades santas como La Meca y Medina, Solimán el Magnífico (1520-1566) cierra la primera etapa clásica. Gran sultán otomano por excelencia, llevó al cénit al imperio a nivel político, económico y cultural en parte por haberse rodeado de una corte de grandes visires y sabios. 
Responsable de la construcción de trescientos edificios, su arquitecto Sinán representó la proyección majestuosa de la pujanza edilicia de este período y demuestra cómo cualquier joven reclutado de cualquier credo, región o lengua del imperio podría hacer carrera militar y profesional en el cuerpo de los jenízaros hasta llegar a la corte. 
La impresionante mezquita de Suleimaniye resume las principales aportaciones del arte otomano, sincretizando la tradición bizantina, islámica y europea sin escatimar recursos. En ese sentido su originalidad estriba en que es la cúpula la que determina la planta y no al revés (de abajo a arriba) sino de arriba abajo. 
Por otro lado, la mezquita se integraba dentro de un complejo amplio (külliye) de dieciocho edificios como madrasas, un cementerio con los mausoleos regios, un hospital, un hammam, un observatorio astronómico, comedores para pobres, escuelas y tiendas. 


Mezquita de Solimán.
El estado islámico garantizaba la autonomía religiosa de diferentes credos, desde una mayoría musulmana que coexistía con cristianos ortodoxos, armenios, judíos mayormente sefardíes, protestantes, coptos, bogomilos y católicos. Eso sí, esta pluralidad de minorías no debía hacer demasiada ostentación, llevando un color distintivo. 
Así, los cristianos cubrían sus cabezas con turbante azul, el amarillo se reservaba a los judíos y el blanco para musulmanes. Dentro del hammam (baño), las toallas de los no musulmanes debían estar marcadas por un signo distintivo. 
Aparte del islam oficial, se desarrolló ampliamente una religiosidad popular sufí o mística a través de tarikat, o hermandades y cofradías de derviches como los mevlevi, seguidores del célebre Rumi que a través de una vida cenobítica, la música y la danza, entraban en trance. 
Los naksbendîs centrados especialmente en la oración y repetición difundieron la doctrina del célebre místico andalusí, Ibn al-‘Arabi, mientras que los bektasi muestran hasta qué punto el sincretismo entre shiísmo, paganismo y cristianismo podía ser posible. Además de consumir vino, sus adeptos rendían culto a ciertos santos creyendo que Mahoma, Alí y Allah eran una especie de “Santísima Trinidad”. 

Sin embargo, a lo largo del siglo XVII asistimos a un período de decadencia interna y pérdida de hegemonía internacional. 
Murad III  (1574-1595) recluido en un palacio rodeado de bufones, eunucos y mujeres, dejó que los ulemas más fanáticos impidieran avances científicos si bien Ahmed I (1603-1617) acogió a la última oleada de moriscos expulsados de la península ibérica que acabaron residiendo en el barrio de Karaköy en Estambul, lugar que anteriormente había sido también refugio de andalusíes. 
No obstante la transigencia religiosa comenzó a debilitarse con la expropiación de sinagogas e iglesias en dicha centuria. Aún así la presencia de médicos judíos en la corte está documentada desde el siglo XVI, con la familia Hamon oriunda de Granada. 

No sólo los judíos eran requeridos por el dominio de varias lenguas (árabe, hebreo, latín o griego) sino por su calidad científica y porque resultaron muy útiles como salvoconducto de información exterior. 
Si el patricarca del clan Hamon, Yosef, fue médico personal de Bayezid II y Selím I, su hijo Moses lo fue de Solimán el Magnífico llegando a acompañarle en algunas expediciones militares. Incluso tuvo el privilegio de edificarse una gran casa con sinagoga propia en un barrio del Cuerno de Oro. 

Palacio de Topkapi. Sala de Murad III

Los otomanos siguieron el canon de Avicena que sistematizaba la medicina clásica griega de Galeno además de reproducir una versión turca mejorada del Tasrif, célebre tratado del cirujano cordobés Albucasis del siglo X. Era común ver en los hospitales la práctica de las sangrías, la cauterización de las heridas y todo tipo de terapias con música y fragancias. 
Junto a esta medicina más académica, existía un acervo popular de creencias procedentes de Asia Central, las tierras árabes y los Balcanes basándose en los remedios de hierbas o el empleo de amuletos y prácticas supersticiosas. 
Cuando el almirante español Gravina visitó tardíamente Estambul a finales del siglo XVIII se sorprendió de cómo se les hacía tragar a los enfermos trocitos de papel con versículos del Corán como remedio curativo. 
Otra familia sefardí dedicada al comercio de gran escala, el matrimonio Mendes, tuvo estrecha relación con Selim II e incluso sabemos del papel relevante que las mujeres judías desempeñaban en el harem. Esther Handali y Esperanza Malchi proveían al gineceo de joyas, sedas y prendas de vestir. 
Pero sin duda Salónica fue la ciudad sefardí por excelencia en cuyos talleres reales, los judíos de origen hispano se dedicaban a confeccionar los uniformes de lana de los jenízaros o cuerpo del ejército del sultán. 

La segunda etapa del reinado de Ahmed III (1718- 1730) conocida como “Lale Devri” o época del tulipán, supuso el renacimiento de la cultura islámica clásica con la traducción de obras árabes y persas al turco, la apertura de madrasas, bibliotecas y la primera imprenta otomana. 
Estambul conseguía tardíamente abrirse a Europa a lo largo del siglo XVIII a través de embajadas a Viena, París, Varsovia, Berlín, Londres a la vez que fuentes, jardines y palacios inspirados en Versalles, embellecían la ciudad.  El embajador turco, Vasir Efendi llegaba a Madrid impresionado por la colección de manuscritos árabes de la Biblioteca del Escorial. De especial interés en los fondos reales fueron los manuscritos persas procedentes de Shiraz, códices miniados con ilustraciones minuciosas de gran valor.

 
Biblioteca de Ahmed III en el Palacio de Topkapi y fuente urbana.

Espacios de encuentro. Cafés, teatros de sombras, baños y bazares
Patrimonio inmaterial de la humanidad desde 2009 el Karagöz  hunde sus raíces en el mundo otomano. Se trata de un teatro de sombras presente en Oriente Próximo desde el siglo XI pero con particularidades turcas. Una sola persona movía las marionetas con diferentes personajes cuya variedad de voces y acentos dimensionaba la pluralidad del imperio. 

Karagöz
A la luz de una vela o lámpara de aceite, el personaje principal o Karagöz, un hombre común de la calle solía tener una conversación con Hacivat, prototipo de personaje culto con lenguaje rimbombante y cuidado. El teatrillo de sombras y marionetas mostraba los modelos de personajes estereotipados de la sociedad otomana como el elegante, el gitano, el europeo, el enano, el campesino anatolio, el adicto al opio o la mujer de relajadas costumbres. Los cafés turcos acogían y aplaudían veladas de Karagöz que incluso llegaron a programarse en palacio dos veces por semanas. 
Esta válvula de escape social escondía sátira política con críticas a algunos visires y funcionarios hasta acabar censurándose a finales del siglo XIX. Cafés y tabernas eran por tanto lugares de socialización  diversión, recreo, tertulia música y en ocasiones también de alterne. 

Toda una institución en Oriente Medio y Magreb, Peçevi refiere que los cafés aparecieron en Estambul en 1554 cuando dos sirios abrieron el primer establecimiento siendo su popularidad tan grande que atraparon el público de las mezquitas. Focos populares de cultura y el ocio, se jugaba al ajedrez, a las tablas, se escuchaba a contadores de historias, música de gitanos, recitales de poesía o se fumaba el clásico tabaco en pipas de agua o narguile traído por los ingleses a principios del siglo XVII. 
En poco tiempo también fue consumido por las mujeres ante las críticas de los más puritanos por hacerlo al aire libre. Si bien el vino se consumía privada y clandestinamente en las tabernas (meyhane) regentadas por cristianos y griegos, el hachís y el opio rondaba por estos tugurios. 
La alta sociedad como la tradición medieval islámica  prefería tertulias literarias, musicales en palacetes y salones donde se comentaban o difundían novedades bibliográficas y artísticas al tiempo que se exaltaba la amistad.

 
Cafés de Estambul a finales del siglo XIX
Las mujeres tuvieron su espacio de socialización en el baño turco segregadamente de los hombres. En el siglo XVII había miles de ellos en Estambul caracterizados por su limpieza y asequibilidad. Allí las madres escogían esposas para sus hijos y hermanos y como en el resto de la cultura islámica, el hammam cumplía también el precepto de las abluciones, se hablaba y  discutía  al tiempo que el cliente recibía masajes, se le lavaba el pelo, afeitaba, depilaba o perfumaba.
Si los bazares y mercados eran espacios bulliciosos de concurrencia animada no resultaba extraño encontrar en calles, plazas y cafés a los saz sairleri (poetas itinerantes) que se acompañaban de “saz”, instrumento de cuerda entre quienes destacó Karacaoglan en el siglo XVII  cuyas canciones han sido versionadas por cantantes turcos contemporáneos. Los narradores también ganaban monedas contando relatos épicos de tradición moral mientras que los üfürükçüs pululaban por mezquitas y tiendas ofreciendo sus servicios como curanderos de enfermedades con un solo soplo de su aliento. 

Baño turco de Çembrelitas y poeta itinerante
Estambul se mostraba así como un hervidero de gremios de artesanos, artistas callejeros, magos, acróbatas, funambulistas y vendedores de amuletos. Eso sí, debía respetarse el código en el vestir distinguiéndose la clase social y el credo a través de tejidos y joyas. 
Ya fueran cristianos, musulmanes y judíos los otomanos, de espesas barbas y largos bigotes como signo de respetabilidad, nobleza y sabiduría se sorprendían cuando veían diplomáticos europeos completamente con la cara afeitada.

Estambul en 1905.

Terminada la lectura de este interesante estudio, conviene resaltar que Miguel Ángel Extremera ha tenido el mérito de sumergirnos en la civilización otomana con una visión muy enriquecedora para el lector desengranando los distintos elementos de la maquinaria estatal del imperio. 
No sólo nos conduce al conocimiento de sus grandes figuras, estratos sociales, recursos, sistema educativo, literatura y artes sino que aporta estampas costumbristas relativas a la religiosidad, creencias, visiones de viajeros, rituales y modus vivendi de un mundo tan temido como asombroso, que amasó durante siglos una amalgama de pueblos, regiones, lenguas, religiones y culturas diversas.


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