La
vez primera que entré en contacto con los Anales Palatinos de ‘Īsà
al-Rāzī, hace casi unas tres décadas, me sorprendió cómo una
fuente histórica tan relevante sobre la vida palaciega durante un
periodo corto a priori de esplendor del califa al-Hakam II, fuera tan
poco conocida y tan extrañamente ausente en bibliotecas públicas.
Consultar
ese documento histórico cronístico, casi en primera persona, de lo
que acontecía en un lustro de los años setenta del siglo X,
parece casi fruto del azar, no sólo por el paso del tiempo sino por
los avatares que fuentes tan remotas sufrieron entre los años
971-975. Probablemente las polillas devoraron las partes
correspondientes a otros años de mandato del califa por lo que sólo
podemos conformarnos con la información de los últimos momentos.
De cómo una copia de ese documento
llegó hasta nosotros nos da buena cuenta Eduardo Manzano en el
capítulo introductorio de su última monografía La
Corte del Califa. Cuatro años en la Córdoba de los omeyas.
Crítica (2019).
El académico Francisco Codera en su búsqueda
infructuosa por hallar manuscritos andalusíes en bibliotecas
magrebíes, encontró en el año 1888 una versión desconocida del
Muqtabis de Ibn Hayyān en una privada de Constantina. Gracias a que
pidió que se hiciera una copia, luego depositada en la Biblioteca de
la Real Academia de la Historia, podemos disfrutar de él ya que
aquella espléndida biblioteca argelina fue desmantelada y el
manuscrito acabó desapareciendo.
Anales Palatinos del califa de Córdoba al-Hakam. ‘Īsà al-Rāzī. Tr. Emilio García Gómez |
Décadas
después, el arabista Emilio García Gómez lo traducía y ahora
Eduardo Manzano nos deja una enriquecedora y amplia interpretación
con nuevas visiones y puntos de vista que ayudan a entender la
complejidad del califato de Córdoba en sus últimos años con más
variables y elementos. Engranajes de una maquinaria estatal
arquitrabada siglos atrás y que en las siguientes décadas saltó
hecha pedazos.
Manzano radiografía así el entramado de intrigas,
estrategias y redes clientelares de apoyo o rechazo al poder califal,
revestido de una fuerte autoridad religiosa y dinástica. En este
fragmento rebautizado como el Muqtabis
VII, Ibn Hayyān
reproduce los anales del cronista ‘Īsà al-Rāzī, a modo de
editor a pesar de presentar lagunas y hacer algunos comentarios.
Es
como si de repente se nos abriera un orificio en los sillares de los
muros de Madīnat al-Zahrā, o en el alcázar de Córdoba para
contemplar las pomposas recepciones de embajadas de Bizancio, reinos
cristianos y juramentos de fidelidad de príncipes norteafricanos.
Junto a ello el nombramiento de funcionarios así como las fiestas de
fin de Ramadán y
de los Sacrificios que contrastan con noticias urbanísticas, sucesos
metereológicos y hechos anecdóticos. Entre ellos la existencia de
un caso de gigantismo en la Córdoba califal, la llegada de potros de
las marismas o la curación del pequeño príncipe
Hišām de viruela.
En
la fiesta de ‘Id al-fiṭr, o la de los Sacrificios, los desfiles
militares hacían su alarde ante el gentío junto al río, donde los
mercaderes aprovechaban la ocasión para montar una feria mientras
cada familia intentaba hacerse con un cordero para su inmolación y
consumo. Aquellas mañanas de esas dos fechas tan señaladas, las
mezquitas aljamas de Córdoba y Madīnat al-Zahrā permanecían
encendidas por la noche y por la mañana mientras sus imanes
convocaban a una oración colectiva en los oratorios al aire libre de
ambas ciudades (musalawāt).
Los ciclos agrarios. Potros, tintes, sedas, marfiles y eslavos.
En
el primer capítulo, Manzano analiza la influencia climatológica en
una economía que a pesar de su gran pujanza industrial y comercial,
dependía de la agricultura. De manera que resultaba crucial anotar a
finales del siglo X cada fenómeno atmosférico, ya fueran heladas,
vientos, granizadas o chubascos intensos que podían provocar hasta
desbordamientos.
Aguaceros
como el que cayó en la primavera del año 974, un día en el que los
cordobeses acudían a la oración de un viernes a la mezquita aljama
y una muchedumbre se agolpó en las galerías para guarecerse de la
lluvia. Al
año siguiente, otro episodio acabó en suceso cuando una noche, una
mujer y su eunuco viniendo del arrabal de Šaqunda,
al otro lado del río, lo
cruzaron en barca y terminaron naufragando excepto el barquero.
Precisamente en ese mismo arrabal era habitual contemplar cómo los
fieles se concentraban en una musallà, explanada de oración al aire
libre para hacer rogativas especiales, implorando la lluvia en
tiempos de sequía. Ese
afán por controlar los ciclos y episodios dio pie a la elaboración
del llamado“Calendario
de Córdoba ”(1),
obra escrita por el obispo mozárabe Recemundo o Abu-’l-Ḥasan
ʿArīb Ibn-Saʿd al-Kātib al-Qurṭubī en el año 961 que nos
aporta importante información del calendario agrícola. De igual
manera que se ordenaban estos procesos en el tiempo, también se
contaba y marcaba la vida diaria de ambas ciudades. Así lo confirma
el hallazgo de un reloj solar en las dependencias de los baños
califales de Córdoba y fragmentos de dos cuadrantes en Madīnat
al-Zahrā, muy conocidos y estudiados.
Pero cuando oscurecía, había
ingenios medidores en palacio como un reloj de velas que se activaba
gracias a doce lámparas de aceite por hora que se iban agotando y
relevando automáticamente.
El
inventor, Qāsim ibn Mutarrif al-Qaṭṭtān, (nacido en el año
915), se unía así a la nómina de astrónomos que los omeyas tenían
por costumbre contar con sus servicios al menos desde tiempos del
emir Abd al-Raḥmān II.
Restos de un reloj solar califal. Baños del Alcázar Califal de Córdoba |
Pero
volviendo al Calendario de Córdoba, esta primordial fuente, nos
informa sobre varias zonas productoras en al-Andalus ya fueran
cereales, hortalizas, frutas, la morera, o el arroz. Llama la
atención cómo el azúcar de caña procedente del Levante y la costa
granadina se considerara un producto de valor dada la complejidad
laboriosa de su obtención. Y en ese sentido lo vemos como obsequio
muy cotizado recibido por el califa Abd al- Raḥmān III a través
de uno de sus visires junto a perfumes, tejidos de lujo o metales
preciosos.
A Córdoba y Madīnat al-Zahrā llegaban en primavera los potros procedentes de las marismas de Guadalquivir así como pieles, astas de ciervo y “quermes” o pigmento rojo que teñía las manufacturas de seda de los talleres reales en tiempos califales cuando circulaban con facilidad dinares de oro y dirhemes de plata. Una pujanza económica debida al floreciente comercio que Córdoba mantenía con las rutas caravaneras subsaharianas a través de Marruecos conectando Awdaghoust con Siyilmasa (2)
Así,
Eduardo Manzano, culmina un magno ensayo ejemplar; cuatro años en la
Córdoba de los omeyas, como obra brillante, de cabecera y de
referencia que reinterpreta y actualiza fuentes históricas,
historiográficas y arqueológicas de los últimos años del califato
de Al-Hakam II. Novedosos puntos de vista relativos a diversos
contextos, factores intrínsecos y extrínsecos (climatológicos,
económicos, teológicos, defensivos, territoriales, geográficos,
urbanísticos, simbológicos, estratégicos, paisajísticos,
políticos) generan una interacción compleja, no reduccionista, sino
propia y abierta para el estudio de al-Andalus califal en el siglo
XXI, no desdeñando la fuerte cimentación trabada por grandes
eruditos, historiadores y arabistas del siglo XX.
A Córdoba y Madīnat al-Zahrā llegaban en primavera los potros procedentes de las marismas de Guadalquivir así como pieles, astas de ciervo y “quermes” o pigmento rojo que teñía las manufacturas de seda de los talleres reales en tiempos califales cuando circulaban con facilidad dinares de oro y dirhemes de plata. Una pujanza económica debida al floreciente comercio que Córdoba mantenía con las rutas caravaneras subsaharianas a través de Marruecos conectando Awdaghoust con Siyilmasa (2)
Resulta llamativo comprobar cómo su término en el siglo X, “grana”(3) aparece mencionado siglos después en las fuentes tunecinas para
designar con este nombre a los sefardíes instalados en dicho país.
Se obtenía de un insecto que vivía en las carrascas de al-Andalus,
el Magreb y una región de Iraq.
Las conocidas telas preciosas de Dār al-tirāz pululaban por doquier entre el alto funcionariado de la corte llegando hasta reyes cristianos y bereberes, como obsequio a fin de establecer vínculos diplomáticos.
Los brocados o piezas más valiosas por combinarse con hilos de oro y plata, terminaban confeccionándose al gusto del receptor bien como aljubas, chalecos o tapetes de estrados. En otras ocasiones la seda, combinaba lana o lino como trama para los turbantes usados por los bereberes.
La reputación de los tejidos cordobeses se extendía por todo el mediterráneo hasta Irán pero incluso en Oriente probablemente se importaba la llamada seda ‘ubaydí como la manufactura más preciada por los califas así como también de importación de tinte púrpura a los mercaderes de la costa amalfitana.
La tradición romana y bizantina de ornar la divinidad y a los emperadores con ese tono, parece que de algún modo también los omeyas cordobeses quisieron imitar.
La abundancia de marfil traído de África daba trabajo a los talleres y artistas palatinos con suntuosas y minuciosas obras ya fueran botes, arquetas y cajitas que podían contener costosos perfumes como incienso, almizcle, alcanfor ámbar, algalia y otras esencias reales. Ejemplares de estas valiosas piezas se conservan en museos españoles, en el Louvre o Nueva York indicando una alta calidad de la materia prima ya que los colmillos que no pudieran ser bien trabajados, terminaban desechándose. Junto a la producción y exportación, la corte también importaba eslavos (saqāliba), término que también se identificaba con las tierras de Europa Central y septentrional y que aludía a los esclavos que desde esos confines se trasladaban hasta Verdún.
De ahí embarcaban en las costas francesas siendo posiblemente Barcelona punto de conexión con al-Andalus a través del puerto de Pechina (Almería) donde mercaderes judíos los reenviaban a lugares más lejanos para los que eran solicitados. Los omeyas los adquirían para enrolarlos en el ejército, y como mano de obra de la administración civil. Uno de los casos más sobresalientes por su estrellato fue el del conocido eslavo Ŷa’far, hāŷib o primer ministro y hombre de confianza del califa al-Hakam II con el que solía cabalgar a su lado en público.
Tenía una vivienda propia junto a las dependencias del soberano en Madīnat al-Zahrā hoy visitable, siendo recordado por su contribución a las obras de la ampliación de la mezquita aljama de Córdoba. En el miḥrāb, su nombre aparece citado cuatro veces tanto en el alfiz como en la línea de imposta de una de sus jambas, si bien él mismo no las llegó a ver definitivamente concluidas.
Las conocidas telas preciosas de Dār al-tirāz pululaban por doquier entre el alto funcionariado de la corte llegando hasta reyes cristianos y bereberes, como obsequio a fin de establecer vínculos diplomáticos.
Los brocados o piezas más valiosas por combinarse con hilos de oro y plata, terminaban confeccionándose al gusto del receptor bien como aljubas, chalecos o tapetes de estrados. En otras ocasiones la seda, combinaba lana o lino como trama para los turbantes usados por los bereberes.
La reputación de los tejidos cordobeses se extendía por todo el mediterráneo hasta Irán pero incluso en Oriente probablemente se importaba la llamada seda ‘ubaydí como la manufactura más preciada por los califas así como también de importación de tinte púrpura a los mercaderes de la costa amalfitana.
Franja del Pirineo. Talleres reales de Dār al-tirāz. Córdoba (¿?). s. X. Instituto de Valencia de D. Juan. Madrid. |
La tradición romana y bizantina de ornar la divinidad y a los emperadores con ese tono, parece que de algún modo también los omeyas cordobeses quisieron imitar.
La abundancia de marfil traído de África daba trabajo a los talleres y artistas palatinos con suntuosas y minuciosas obras ya fueran botes, arquetas y cajitas que podían contener costosos perfumes como incienso, almizcle, alcanfor ámbar, algalia y otras esencias reales. Ejemplares de estas valiosas piezas se conservan en museos españoles, en el Louvre o Nueva York indicando una alta calidad de la materia prima ya que los colmillos que no pudieran ser bien trabajados, terminaban desechándose. Junto a la producción y exportación, la corte también importaba eslavos (saqāliba), término que también se identificaba con las tierras de Europa Central y septentrional y que aludía a los esclavos que desde esos confines se trasladaban hasta Verdún.
De ahí embarcaban en las costas francesas siendo posiblemente Barcelona punto de conexión con al-Andalus a través del puerto de Pechina (Almería) donde mercaderes judíos los reenviaban a lugares más lejanos para los que eran solicitados. Los omeyas los adquirían para enrolarlos en el ejército, y como mano de obra de la administración civil. Uno de los casos más sobresalientes por su estrellato fue el del conocido eslavo Ŷa’far, hāŷib o primer ministro y hombre de confianza del califa al-Hakam II con el que solía cabalgar a su lado en público.
Tenía una vivienda propia junto a las dependencias del soberano en Madīnat al-Zahrā hoy visitable, siendo recordado por su contribución a las obras de la ampliación de la mezquita aljama de Córdoba. En el miḥrāb, su nombre aparece citado cuatro veces tanto en el alfiz como en la línea de imposta de una de sus jambas, si bien él mismo no las llegó a ver definitivamente concluidas.
Inscripción epigráfica que alude a Ŷa’far, en el miḥrāb de la mezquita de Córdoba. |
Casa de Ŷa’far. Madīnat al-Zahrā |
Los
eslavos o saqāliba de menor edad también se vinculaban desde épocas
tempranas a la corte. De
ahí el término fatà =Joven (pl. fityān). De hecho, los fityān
superiores aparecen representados en la jerarquía protocolaria de
puesta en escena junto al estrado (sarīr)
del
califa en las recepciones festivas o diplomáticas. Otros incluso se
citan en inscripciones supervisando obras y manufacturas de palacio
como arquetas, botes de marfil o capiteles.
El nombre de Durrī al-ṣagīr figurando en las
inscripción del llamado bote de Zamora da buena cuenta de ello en un
obsequio que el califa al-Hakam II regaló a Subh,
madre de su heredero en el año 962. “Bendición
de Dios para el Iman ‘Abd Allah al-Hakim al Mustansir billah,
Príncipe de los creyentes. Esto es lo que ordenó se le hiciera a la
Señora Madre de ‘Abd al-Rahmān
al cuidado de Durri el Chico. Año de tres y cincuenta y
trescientos”.
Un poema escrito sobre la parte superior dice: «soy un
receptáculo para el almizcle, el alcanfor y el ámbar gris».
El hecho de que contuviera estos
perfumes tan distinguidos no resulta descabellado ya que como
refiere el Muqtabis V, este tipo de recipientes solía guardar
dichas sustancias. Pero no sólo a Durri el Chico se le atribuye esta
responsabilidad sino la de la supervisión de las obras de un alminar
de una mezquita y la labra de algunos capiteles de Madīnat al-Zahrā
tal y como su nombre se puede leer en una de sus volutas.
Conocido como bote de Zamora por
proceder de la Catedral de dicha ciudad, actualmente se conserva en
el Museo Arqueológico Nacional. En 1903 el matrimonio Gómez-Moreno,
durante su estancia por la provincia para recopilar información
en la redacción del volumen del “Catálogo Monumental de España”,
lo descubrió dentro de un relicario de la catedral.
Bote de Zamora. Regalo que el califa al-Hakam II obsequió a Subh en el año 962
Museo Arqueológico Nacional. Madrid.
|
Debilidades, amenazas y estrategias del estado califal.
Una
de las más interesantes reflexiones que Manzano nos deja en esta
obra es la que concierne al papel centralizador del califa al frente
de una potente maquinaria reguladora de captación y distribución de
recursos con una fuerte implantación territorial y un respaldo de
una compleja red histórica de clanes y linajes bien situados en
altos cargos del aparato estatal.
En
ella, el califa aparece como árbitro y “autoritas” de un estado
difícilmente controlable por más organizado y estructurado que
pudiera ser. De hecho, adivinamos algunas debilidades que fueron
alimentando el anunciado declive tras la muerte de al-Hakam II y la
instauración de la dictadura amirí.
Y no dejaron de ser causas y
noticias que desgraciadamente siguen de actualidad a pesar del abismo
que nos separa de la Edad Media. Hablamos de abusos de gobernadores,
apropiaciones indebidas en los funcionarios de la ceca o fábrica de
la moneda así como otras clases de artimañas. Para frenar estas
irregularidades, al-Hakam II empleó a ulemas leales y a saqāliba a
fin de supervisar incidencias, pero los clanes clientelares
terminaron manifestando su descontento y apoyando la carrera
meteórica de Almanzor como principal valedor de sus intereses.
Por
otro lado proseguía la amenaza del califato fatimí en la otra
orilla, que ganaba adeptos en numerosos caudillos norteafricanos lo
que ocasionó que Córdoba acabara llevando a cabo un reclutamiento
de tropas profesionales bereberes en el control de algunas ciudades magrebíes. Si bien los jinetes tangerinos no fueron bien
acogidos por la población andalusí, sus destrezas terminaron siendo
del agrado de al-Hakam II. De hecho, si siempre se ha considerado
determinante el apoyo del grueso del ejército bereber al ascenso de
Almanzor, ya Ibn Hayyān subrayaba las preferencias del segundo
califa omeya por ellos advirtiendo del peligro de enfrentamiento
civil que luego desembocó en la fitna.
Desde
finales del emirato y prolegómenos del califato, el poder de Córdoba
tuvo que hacer malabarismos ante tantos peligros, ya que espías y
embajadas enviadas por el califa fatimí a fin de desligitimar a los
omeyas, entablaban contacto con el caudillo ‘Umar
ibn Hafsūn; el líder que llegó a poner en jaque mate
el final del emirato omeya hasta finalmente, como sabemos, ser
aplastado. Pero la presencia de conspiradores fatimíes llegaba hasta
los zocos andalusíes mientras que las escuadras califales en el
mediterráneo vigilaban las costas ante cualquier amenaza.
Los
ejércitos que décadas atrás estuvieron acostumbrados a las aceifas
contra los reinos cristianos con quienes ahora tenían tregua,
acabaron desde el año 972 desplegándose en el Norte de África.
Para evitar adhesiones de emires al shiísmo fatimí, la ocupación
de territorios pareció la estrategia más adecuada, no sin estar
exenta de riesgos.
Tánger,
Zilil y Asilah cayeron y las tropas omeyas entraron a la mezquita de
esta última ciudad ordenando quemar el almimbar cuya inscripción
que reconocía al califa fatimí al-Mu´izz, sería enviada como
prueba a al-Hakam II. Pero el caíd omeya y unos mil quinientos
soldados perecieron, escapando el resto a Ceuta.
Lejos de amilanarse ante tal derrota, el
califa omeya redobló tropas y esfuerzos para resistir y avanzar con
el nombramiento del nuevo caíd, Galib ibn ‘Abd al-Rahmān. Las
arcas estatales no escatimaron en esta operación y los talleres
califales se militarizaron manufacturando miles de escudos, arcos,
espadas, tiendas de campaña, adargas y cotas de malla. Junto al
frenesí militar se jalonaba una estrategia diplomática de dádivas
a caudillos idrisíes y bereberes para ganar su confianza. Así,
cruzaron el estrecho, cargamentos de dinares, caballos, telas
preciosas, arreos y armas mientras que las recepciones de jefes
militares norteafricanos se multiplicaban en Madīnat al-Zahrā a
cambio de prestar juramento de fidelidad al califato omeya.
Las dos orillas de la ciudad de Fez
pasaron a la órbita cordobesa y los señores de la ciudad emigrarían
a al-Andalus con sus tropas en calidad de invitados pensionados y
otros privilegios. Aquellas tropas bereberes conformarían el grueso
del ejército andalusí con un alto reconocimiento militar y
económico ante el recelo de la población autóctona.
Mezquita de los andalusíes. Fez. Marruecos. |
Mientras tanto las fronteras andalusíes
con los reinos cristianos se reforzaban reparándose fortificaciones,
estableciendo allí cuerpos estipendiarios, creando dos grandes
enclaves como la fortaleza de Gormaz, Calahorra y multiplicando una
línea defensiva de más de doscientos asentamientos de menor tamaño
entre Guadalajara y Zaragoza.
En el segundo período del mandato de
‘Abd al-Rahmān III acompañaba al cese de hostilidades una
política diplomática auspiciada con recepciones y pompas de reyes
cristianos en Córdoba y Madīnat al-Zahrā continuando así en
tiempos del califa al-Hakan II. Los señores de Arlés, Barcelona o
Narbona mantuvieron relaciones comerciales con la capital califal,
pues interesaban esclavos, pieles y armas francas bien pagadas con
dinares o monedas de oro que circularon por aquellos confines.
Célebremente conocidas fueron las
embajadas de Sancho el Craso, Ordoño IV, y los emisarios de los
imperios germánicos y bizantinos como Juan de Gorze y el monje
Nicolás que llevaban consigo presentes como el manuscrito del
Dioscórides o las teselas que adornarían el mihrab de la mezquita.
García Gómez tras traducir anales palatinos de ‘Īsà al-Rāzī,
publicaba un interesante artículo sobre las banderas y estandartes
que acompañaban este tipo de actos protocolarios (4). Solían tener
representaciones figuradas como leones, dragones, águilas sobre la
presa con hilos dorados y pedrería engastada.
Cuando el ejército se concentraba para
las expediciones militares en Madīnat al-Zahrā, las tres
principales banderas del califato eran trasladadas hasta la Casa de
los Visires, tapadas por un cobertor. Luego se ataban a lanzas
mientras un imam recitaba la sura de la victoria, siendo bendecidas y
recibidas en la Bab al-Suda por el caíd del ejército.
La llamada al ‘Uqda (el nudo o
atadura) parecía tener su origen en
‘Abd al-Rahmān I, el
fundador de la dinastía omeya andalusí. Al-‘Alam o la bandera
debió ser la enseña omeya por antonomasia pero no sabemos qué
aspecto tuvo mientras que al-satranŷ
contaba con motivos
ajedrezados.
Las dos capitales (Ḥaḍiratayn)
El
califa al-Hakam II vivió tanto en el alcázar de Córdoba como en
Madīnat al-Zahrā, lo que convierte a las dos ciudades, según el
cronista ‘Īsà al-Rāzī, en dos capitales (Ḥaḍiratayn). No
pasaremos a desarrollar aspectos urbanísticos de los que hay tantos
trabajos publicados pero sí citaremos aquellas cuestiones que nos
gustaría puntualizar relativas al paisaje urbano y a la toponimia de
Córdoba a finales del siglo X. Este es el caso de Dār al- ṣadaqa
o Casa de la Limosna situada al oeste de la mezquita aljama, desde
donde el pregonero comunicaba noticias a la población o incluso
exponía a escarnio público a quienes cometieran fechorías desde
una galería superior.
En
cuanto a mezquitas, junto a la de Abū ‘Allaqa que se situaba en
las inmediaciones de Bab al-Hadīd, también llamada “al-Yadīd,”
en tiempos de al-Hakam II, había una sinagoga en ruinas. Nos
interesa especialmente la mención de la mezquita de ‘Abd Allāh
al-Balansī, hijo de ‘Abd al-Rahmān I.
Manzano, tomando como
referencia este topónimo estudiado por Viguera y Zanón indica su
proximidad cerca de Bab ‘Abd al-Yabbar y de la plaza de Abán
(rahba Abān). En la Baja Edad Media dicha puerta pasó a llamarse de
Hierro y del Salvador abriendo a una plaza homónima de carácter
comercial. Pero por otro lado sabemos que en dicha collación junto
al desaparecido Monasterio de Santa María de las Dueñas también
estuvo documentada la existencia de una mezquita de mudéjares en el
siglo XV.
Probablemente
en la medina se ubicaban las viviendas y residencias urbanas de altos
funcionarios, ulemas influyentes y miembros de la familia omeya. Al
califa ‘Abd al-Rahmān III no le interesaba que sus hijos al
alcanzar la mayoría de edad convivieran en el alcázar por lo que
disfrutaban de un palecete urbano (qaṣr), una almunia a extramuros
así como haciendas o propiedades agrarias.
El
alcázar omeya terminaba constituyendo en la trama urbana de la
capital, un recinto fortificado con la simbología propia de espacios
de poder en cuanto también a su significación política y militar.
Próximo al epicentro religioso con la mezquita aljama y el espacio
civil, materializado con el zoco y la casa de correos.
De
manera que quien quisiera acudir a la mezquita desde el mercado debía
rodear el recinto exterior del alcázar. Tras un pavoroso incendio,
se remodeló el edificio postal dándosele uso de alcaicería de telas
a la vez que se ensancharon calles comerciales entre las que podían
hallarse barberos, madereros, artesanos, pescaderos, fruteros,
queseros o lecheros. Una abigarrada muestra de olores procedentes de
los puestos de frituras, de los negocios de los perfumistas o de los
especieros, se mezclaría con las arengas de compra, los sonidos de
los malabaristas y contadores de historias no faltando el pícaro canto de los
zejeleros.
Vista de Córdoba desde el antiguo alminar de la mezquita aljama. |
Junto
al río, las tiendas de los carniceros, guarnicioneros y tintoreros
se veían amenazadas por las crecidas del Guadalquivir. Y a la salida
de la antigua Puerta de Sevilla, el zoco de los pergamineros
(raqqaqīn) surtía las necesidades administrativas del alcázar.
Pero
Córdoba iba más allá del corazón gravitatorio de poder y de su
medina. Cementerios y arrabales fueron creciendo y expandiéndose en
la segunda mitad del siglo X especialmente hacia el Norte
y Oeste,
siendo las almunias, alcázares de recreo de la familia omeya y de
jassa o alta sociedad (al-Nā’ūra, al-Ruṣāfa, al-rumaniyya,
etc) los
nodos de expansión de los arrabales.
Actuaban
como epicentros palatinos, rodeados de amplias extensiones de
explotación agraria cerca de mezquitas, hornos, baños, anchas
calles y viviendas en sus entornos.
Madīnat
al-Zahrā se convirtió así
en el polo de atracción de expansión territorial de Córdoba a poniente
donde se localizaban zonas residenciales, alhóndigas, viviendas de
una o dos plantas con letrina, varias alcobas, algorfas, patio central, pozo
incluso algunas con baño. Como bien refiere Eduardo Manzano: “El
gran proyecto urbano que encarnaba la fundación de la ciudad
palatina, no se limitaba, pues, a los muros de ésta: también
pretendía extenderse sobre la antigua capital”.
Una
operación no aislada ni única, sino que seguía el precedente de
otros soberanos musulmanes en el Próximo Oriente y Norte de África
como exaltación y ostentación escenográfica del nuevo poder
califal sin desligarse del todo de Córdoba. El término de “capital
disociada” subraya el significado no de suplantación una de otra
sino la materialización de elementos, políticos,militares e
ideológicos del nuevo estado califal donde el príncipe de los
creyentes pretendía controlar el poder en torno a un núcleo
dependiente de eunucos en detrimento de los tradicionales linajes
clientelares a su vez que ostentaba escenificarlo a través de una
pompa diplomática de idas y venidas de embajadores reforzando así su
reconocimiento y legitimación en Madīnat
al-Zahrā. Un poder,
“al-mulk” cuya simbología se reitera como un mantra en la
ampliación de la mezquita aljama de Córdoba, la construcción de la
ciudad palatina y como imagen de marca a su vez en objetos suntuarios
ya fueran marfiles, mármoles, telas o cerámicas.
Pórtico Este. Madīnat al-Zahrā |
Si
D. Emilio García Gómez refería que la traducción de los Anales
Palatinos de ‘Īsà al-Rāzī había sido precipitada, Manzano,
seis décadas después nos da las claves para descifrarlos
multidimensionalmente ayudándonos a conocer aún más las piezas del
complejo engranaje del estado califal omeya con Córdoba y Madīnat
al-Zahrā como epicentros del mismo.
Notas
1. DOZY, R, PELLAT CH,
(eds y trads) Le calendrier de Cordoue. Leiden. 1961.
2. Véase la tesis doctoral de VILLAR
IGLESIAS. J.L. Al-Andalus y las fuentes del oro,
Almuzara, 2017 para completar este estudio.
3. CHACHIA, H. “ La diáspora sefardí en Túnez: de finales del siglo XV a mediados del siglo XVIII”. Sefarad, Vol 80, No 1 (2020)
3. CHACHIA, H. “ La diáspora sefardí en Túnez: de finales del siglo XV a mediados del siglo XVIII”. Sefarad, Vol 80, No 1 (2020)
4. GARCÍA GÓMEZ, E. “Armas, banderas,
tiendas de campaña, monturas y correos en los «Anales de al-Ḥakam»
por ‘Īsà Rāzī”, Al-Andalus, 32/1, pp. 163-179. 1967.
5. ESCOBAR
CAMACHO. J.M. Córdoba
en la Baja Edad Media.
Córdoba. Caja Provincial de
Ahorros, 1989.
©Virginia Luque Gallegos. Todos los derechos reservados. Citar el blog si se toma como referencia.