Bowles en el cielo protector refería que la diferencia entre turista y viajero residía, en parte, en el tiempo. Mientras el turista se apresura por lo general a su casa al cabo de algunos meses o semanas, el viajero, que no pertenece a un lugar más que al siguiente, se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro de la tierra.
Y tomando como referencia esta cita que hace semanas recordó mi amigo Fernando Báez, vuelvo imaginariamente a uno de mis rincones de la felicidad que pude describir en mi cuaderno de viajes. Un instante que de ningún modo quería dejar escapar.
Volver a Túnez supone explorar intensas experiencias, no sé si porque siempre que regreso ya adopto una predisposción hacia ello o porque fabriqué una idealización que necesitaba tener. Lo cierto es que allí siento más alejado el concepto de tiempo, un invento que nos separa al fin y al cabo de la naturaleza y de nuestra comunión con ella.
Cuando en Hammamet amanece un nuevo día, el sol reluce resplandeciente atravesando la mayor negrura de las cortinas de cualquier alcoba. Y es como si en cada alba, se creara un mundo nuevo.
Despertar allí es como poder volver a nacer cada día que debe aprovecharse al máximo mirando a ese cálido horizonte. Las tardes se hacen cortas pero los ocasos, envueltos entre el rumor de las olas y los avisos del salat al-mugrib, conectan con lo divino.
Entonces veo más mediterráneo, más inmenso, intenso e infinito que nunca. Destella calma, espuma y plata. Centellea, ondea, abraza e inspira. El azul aquí es más azul. Me rodea, serpentea, adormece y relaja. Luego dormita, canta, palpita, y me salpica bruscamente.
Alrededor del mar, Hammamet muestra cómo la vida y la muerte son una. No hay demasiada distinción entre los seres que reposan eternamente, ya que parecen hacerlo no bajo el suelo sino flotando sobre las arenas que el casi las olas pueden alcanzar.
Entre olivos y el intenso olor a jazmín y sal. Entre el agua y la tierra, flota una atmósfera, ligera, leve y breve como la existencia. Y resuena la melodía de un almuédano para recordar que el tiempo no es lo que marcan los relojes mundanos, sino un instante contínuo y eterno.
Un momento en el que comulga la luz, el mar y la vida. Un instante en el que un eco, una voz, resuena como onda que siempre errará en el universo.
Aquí, la vida, no es mejor ni peor, es sencillamente vida. Un camino trazable, un misterio que alumbra y hace brotar plantas, seres, palabras, luces y emociones. Es entonces cuando me aferro a él, agarrándome a este momento eterno cuya serenidad única no quiero que la memoria, volátil y tracionera deje escapar.
Y pienso que es en Túnez donde he aprendido a mirar al infinito hasta poder llegar a un estado contemplativo y de ensimismamiento que también percibo en sus habitantes. Pero solamente puedo hacerlo allí.
Siempre me pregunto hacia dónde miran quienes se sientan en cafés y teterías tunecinas saboreando las mañanas y tardes.Lo hacen dispuestos en filas hacia la calle, hacia el mar, hacia el horizonte. Juntos pero aislados, saboreando el no tiempo, disfrutando de una existencia que aún finita, la hacen eterna.