No quería olvidar, antes de que pasara más tiempo, mi corta estancia por Sicilia. Habrá tiempo de recordar en otro post el arte siculo normando, una perfecta conjugación de musivaras greco-bizantinos, arquitectos románicos normandos y marmolistas-tallistas musulmanes isleños.
Pero hoy me apetece recordar mi experiencia sensorial. Un esfuerzo por retrotraer imágenes, vivencias y palabras sueltas de mi libreta de mi viaje. Un cuaderno atípico, en el que suelo anotar lo que pienso y siento, pero cuando pasa el tiempo, la memoria termina sepultando lo que mis sentidos detectaron allí.
Ya Diodoro Sículo, en el siglo IV a.C. la llamó Kefalú (cabeza) en relación al promontorio rocoso que domina el entorno aunque otras fuentes señalan que el término procede de la palabra provenzal “kefalos”, manantial de agua que desciende y sigue descendiendo de la montaña al mar, como podemos comprobar en unos lavatorios públicos medievales, todavía intactos y bien conservados que mencionó Bocaccio en una de sus obras.
Cefalú fue griega, romana, musulmana y normanda. Los Hauteville hicieron de ella y del Palermo de los siglos XI-XII, sedes de un esplendor artístico y económico inigualable. El geógrafo andalusí al-Idrisi que trabajó para Roger II en la elaboración del primer mapamundi medieval, dijo de Cefalú que era una fortaleza dotada de todas las prerrogativas de una ciudad con mercados, termas y molinos.
Tanto el medievo como el Renacimiento dieron pie a ensoñaciones, que a principios del siglo XIX se contaban en teatros de marionetas "La Opera dei Pupi". Un alarde de historias inspiradas en la literatura caballeresca, poemas, en la vida de los santos o en la de los bandidos más conocidos. Declaradas patrimonio oral de la Humanidad, las representaciones dei Puppi están desapareciendo en el pueblo, y corre peligro de que se olviden en Palermo.
Por la deformación profesional propia de todo historiador siempre tiendo a ir a lo analítico, lo racional, lo documental. Pero en esta ocasión, permítanme dejarme guiar por la inspiración y la libre escritura. A ver que me depara.
Lo primero que se me viene a la mente de Cefalú no son sólo retratos marítimos de este pequeño enclave de la antigua Magna Grecia, sino una sinfonía de olores a hornos, dulces y especias, tan deliciosos y especiales.
Si bien este singular municipio de unos doce mil habitantes no ha sido todavía invadido por el turismo masivo, no deja de ser un punto referencial y paisajísitico de la costa tirrena. Un lugar muy apetecible para el descanso y el paseo por dos ambientadas calles que conducen al Duomo o donde se alza la imponente catedral.
Se trata de la via Ruggero que recuerda al monarca medieval Roger II con el que la isla vivió su máximo esplendor y otra dedicada a Víctor Manuel II. Calles salpicadas de heladerías, panaderías, tiendas de souvenirs junto a negocios tradicionales como algunas farmacias y mercerías decimonónicas que le dan un peculiar encanto.
La Edad Media se percibe en los llamados “cortile” o adarves que abovedados, estrechísimos y lúgubres, recuerdan a los de cualquier otra medina magrebí. Y evidentemente también en la repostería hay indicios del pasado islámico en la “cassata” (árabe qas'at, ‘bol’); una tarta tradicional de bizcocho, mazapán, fruta confitada, pistachos, piñones, canela, con un sutil aroma a azahar. De hecho también los amontonados mazapanes con formas frutales, los dulces de hojaldre y almendra bien pueden recordarnos a la de alguna pastelería andaluza, marroquí o tunecina.
Pero si también Cefalú rezuma, es mediterráneo, un mediterráneo tirreno, frío y plateado, con una Porta di Mare inesperada en la trama urbana que asoma a barcas y redes que cosen pescadores cuyos rostros melancólicos como los de las tristes marionetas, denotan las dificultades que la isla todavía atraviesa.