En las pequeñas tiendas de ultramarinos, en las estaciones de autobuses y en los zocos de los perfumistas de las medinas tunecinas, había un objeto que a simple vista pasaba desapercibido.
Entre miswaq, inciensos, aceites de argán esencias o palillos con khol una pequeña caja de plástico con tapadera roja y una imagen de la Ka’aba no lograba llamarme la atención. Hasta que un día la cogí, creyendo que de una crema se tratase y al abrirla, un vendedor dijo: “Cuidado, señora, se va a manchar”.
De pronto una nube de polvo me inundó con un aroma único de almizcle e incienso. “Son polvos para el sudor”, refirió el tendero, mientras que obnubilada y asombrada, yo limpiaba mi camiseta con un pañuelo.
De pronto una nube de polvo me inundó con un aroma único de almizcle e incienso. “Son polvos para el sudor”, refirió el tendero, mientras que obnubilada y asombrada, yo limpiaba mi camiseta con un pañuelo.
¡Polvos para el sudor!, Pensé. ¡Polvos para el sudor! Me repetí. Y una dulce fragancia de rosa y almizcle enlazó mis neuronas del recuerdo con un texto del historiador cordobés Ibn Hayyan.
En el siglo X, los polvos aromáticos para el sudor de incienso, eran regalos con los que el califa Abd al-Rahman III obsequiaba a sus invitados en las visitas a la corte cordobesa. De hecho se guardaban en botes y cajas de vidrio, marfil o plata que aún se conservan en el Museo Arqueológico Nacional o en el propio Louvre.
Se trataban de objetos suntuarios tan curiosos como sorprendentes que ponen de manifiesto el culto al aseo y refinamiento personal que un siglo atrás el músico Ziryab ya introdujo en las alcobas y en las dependencias de los alcázares de Córdoba.Además de cajitas, el califa al-Nasir honraba a sus visitantes con redomas iraquíes de aguas de rosas, sets de peines para la barba, así como aparejos y mondadientes que usaban reyes y emires después de comer.
Se trataban de objetos suntuarios tan curiosos como sorprendentes que ponen de manifiesto el culto al aseo y refinamiento personal que un siglo atrás el músico Ziryab ya introdujo en las alcobas y en las dependencias de los alcázares de Córdoba.Además de cajitas, el califa al-Nasir honraba a sus visitantes con redomas iraquíes de aguas de rosas, sets de peines para la barba, así como aparejos y mondadientes que usaban reyes y emires después de comer.
Cierto que han pasado más de mil años y que las cajas de marfil y plata han sido sustituidas por plástico para contener “Bara'ja al-musk wa al-ward”. (Polvo de almizcle y rosa)Pero por un momento, en una pequeña tienda de la medina de Túnez, junto a la mezquita de la oliva, me pareció estar más cerca que nunca de la mítica Córdoba califal.
No eran burdos polvos de talco, sino una sustancia blanca de finísima textura cuyas partículas caían sobre mi hasta envolverme en un aroma que guardo en las gabetas de mi estudio y que al destaparlo me hace regresar al lugar donde lo descubrí.
©Texto y foto.Virginia Luque Gallegos. Foto Cajita Califal de Plata. Museo Arqueológico Nacional. Todos los derechos reservados. Queda estrictamente prohibido reproducir los contenidos sin permiso previo del autor.